Cuando trabajaba de cadete en Coto, recuerdo que fuimos con todo el grupo chico a tomar algo. Una de las cajeras salía con uno de los choferes, entonces, casi siempre, teníamos movilidad asegurada. No se solía organizar mucho, era más bien un “che, vamos a tomar algo?” “dale” y ahí comenzaba la tarde sin saber uno dónde finalizaba la noche. En una de las tantas salidas, terminamos en Mitos Argentinos. Bar emblema de la Ciudad de Buenos Aires. El viaje hasta ahí fue como hacíamos siempre: nos subimos a la Renault Trafic ploteada con el logo de Coto acompañado con la silueta de un repartidor que se parecía bastante a un Julián Weich muy joven. El viaje era de parado para no ensuciarnos la ropa y, obvio está, la novia del chofer y la mejor amiga, sentadas adelante. Los beneficios del amor y la amistad. Muy válido todo. Lo pienso ahora y esa modalidad de viaje era más peligrosa que los juegos del Parque de la Ciudad en los 90s.

Al llegar, nos trajeron la carta, pedimos unas cervezas y nos avisan que una banda va a tocar el vivo: Balas Perdidas. Así se llamaban ellos. Comienza el show y mientras ellos tocaban, nosotros gritábamos para poder entablar una charla que, seguramente, no tenga ninguna coherencia por el teléfono descompuesto que generaba la propia música. La banda era bastante stone  pero con temas propios. No recuerdo ninguno pero sí que sonaban muy bien.

Al pasar varios minutos (y a nosotros varias cervezas) le avisan al cantante que el tiempo se acabó, que tiene que subir otra banda a tocar y acá es donde la cosa se pone interesante. Al parecer, el cantante no tenía muchas intensiones de dejar el escenario y los encargados de Mitos se estaban empezando a desesperar. El cantante, cada vez más eufórico, arengaba al  público para que pida otra canción, a lo cual, todos acceden y al grito “¡¡Otra!! ¡¡Otra!! ¡¡Otra!!” los encargados mandan a uno de seguridad a que baje al cantante y es ahí, justo ahí, donde se pudre todo. Una oleada de porrones de cerveza empiezan a volar por los aires. Fans/Banda vs. Seguridad de Mitos. Una cosa increíble de ver. Nosotros nos terminamos escudando detrás de un piano de pared y, entre atónitos y borrachos, no podemos creer nada de lo que está pasando. 

La cosa terminó con el cantante de la banda afuera de local, todo ensangrentado, colgado de una de las ventanas gritando vaya a saber uno qué. Nosotros, mega borrachos, seguimos tomando cerveza como si no hubiese pasado nada y, lo que más recuerdo de toda esa noche fue salir de de ahí, hacer dos cuadras y ver que había una parrilla al paso abierta. Al día de hoy sigo recordando el sabor de ese saMBuche de vacío.

Eso es lo que representa San Telmo en mi cabeza. Todo lo que está bien y todo lo que está mal en un mismo lugar. Uno de los barrio más mágicos de todo CABA (si no es el más mágico) rodeado de todo el quilombo habido y por haber. San Telmo es el fiel reflejo de lo que somos los argentinos. En realidad, iba a decir “los porteños” pero en cada rincón de este bendito país hay un San Telmo que te recuerda lo genial que es ser argentino y al mismo tiempo, la mierda en donde nos acostumbramos a vivir. Cambalache se compuso en 1934. Pasaron 87 años y sigue más vigente que nunca.

Esa fue toda la reflexión que tuve después de haber salido a caminar por San Telmo para ver un departamento que me gustó pero que no nos sirve porque los espacios, de haber escuchado a una cantante de tango a los gritos pelados al lado nuestro mientas tratábamos de hablar y de haberme tomado dos pintas riquísimas con estos dos bellos caballeros. 

El día de hoy me sacó una sonrisa, la misma que me saca recordar esa anécdota de comienzo de los 2000, de protagonista a un Gastón de veintipocos que no sabía en qué persona se iba a convertir pero que, aún así, sigue conservando un montón de cosas de esa adolescente. Una de ellas, sin duda alguna, es saber que San Telmo aun me hace sentir ese qué sé yo que tanto me gusta.

  • Ariel

11/03/2021

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